martes, 14 de mayo de 2013

La evaluación educativa y sus especialistas

Luis Hernández Navarro La reforma educativa pone la carreta delante de los bueyes. En lugar de ubicar con claridad los grandes problemas educativos nacionales (la desigualdad y el rezago), establece como el reto principal de esta etapa atender la calidad de la enseñanza. En vez de respetar la naturaleza pluriétnica y multicultural del país y de la educación, la violenta fijando mecanismos de evaluación homogéneos. A pesar de que su objetivo explícito es mejorar la calidad de la educación, nunca define con precisión qué entiende por ello y, cuando lo hace, el resultado final es un verdadero galimatías, farragoso e incomprensible. El nuevo texto constitucional dice: la educación "será de calidad, con base en el mejoramiento constante y el máximo logro académico de los educandos". Según los promotores de la reforma, la herramienta central para lograr la calidad de la enseñanza es la evaluación de los docentes. Una evaluación entendida como medición de conocimientos de alumnos y maestros mediante exámenes universales de opción múltiple. La nueva norma olvida que para evaluar a los profesores antes debe definirse qué tipo de maestros requiere el sistema educativo, y que, para hacerlo, se necesita establecer previamente un proyecto pedagógico nacional. Nada de esto hace la reforma. La visión de que la evaluación es el remedio milagroso contra todos los males del sistema educativo no se sostiene. Ni siquiera es avalada por la mayoría de los especialistas educativos que fueron convocados por la Cámara de Senadores como candidatos a la junta de gobierno del Instituto Nacional para la Evaluación de la Educación (INEE). Revisar las opiniones que los 15 académicos y ex funcionarios pedagógicos expresaron el pasado 17 de abril, en sus intervenciones de 10 minutos en el Senado, es esclarecedor. Muchas de ellas hacen una crítica implícita demoledora a partes sustantivas de la reforma educativa. Por supuesto, la mayoría de legisladores no parecieron darse cuenta de ello. Un buen número de especialistas señalaron la falta de equidad en los servicios educativos como problema central de la enseñanza, los graves retos que esto implica para cualquier evaluación educativa y el inconveniente de efectuar ésta de manera estandarizada. Por ejemplo, Benilde García explicó cómo la inequitativa distribución de la riqueza y de los recursos culturales ha segmentado los tipos de servicios educativos, dando lugar a un importante número de escuelas con equipamientos y condiciones precarias. Puso de ejemplo de la diversidad de condiciones en que trabajan los maestros que, en "un poco más de dos quintas partes del total de escuelas primarias del país, un docente atiende todos los grados, y en una quinta parte de las mismas los profesores no son profesionales, sino jóvenes habilitados con secundaria o bachillerato, que permanente son remplazados y que duran en su cargo uno o dos años". Por ello, indicó, "el reconocimiento de la diversidad de las situaciones de enseñanza, así como de las dimensiones comunes de las mismas, deberán verse reflejadas en el sistema de evaluación que desarrolla el INEE". Recomendó adoptar “una estrategia de evaluación mediante la utilización de tareas significativas y propias del quehacer docente en sus diferentes niveles y modalidades educativas, así como en los que se haga evidente la concepción de que el alto logro de niveles de desempeño docente no se considera un evento, sino un proceso que requiere del monitoreo constante y del apoyo al quehacer docente”. Muchos de los aspirantes desmitificaron la pretensión de considerar la evaluación como la llave mágica que solucionará la falta de calidad en la enseñanza. Sylvia Schmelkes, quien fue nombrada presidenta de junta de gobierno del INEE, señaló "que la calidad de la educación no mejora con la evaluación (...) la calidad de la educación más bien mejora, como consecuencia, de la transformación de la práctica docente". Lorenza Villa advirtió que la evaluación no debía ser sobredimensionada, ni convertida en un fin en sí misma. En una dirección parecida, Eduardo Backhoff afirmó que "la evaluación por sí misma no resuelve ningún problema". Angel Díaz Barriga insistió en que ésta "no es suficiente para lograr un cambio profundo en la educación". Y Teresa Bracho puntualizó que "por sí misma la evaluación no genera cambios en el sistema". Los investigadores tomaron distancia de la pretensión de evaluar a los maestros con exámenes de opción múltiple. María Luisa Chavoya planteó que la evaluación "debe partir de considerar que ellos también forman un universo diverso, y que realmente no se puede utilizar la misma vara para medir lo diverso. No es posible evaluar a los maestros y alumnos con una simple prueba". La evaluación –dijo Gilberto Guevara Niebla– "debe desmitificarse y humanizarse. Desmitificarse significa que debe contemplarse como un elemento más de la educación y no como su único y principal determinante. Humanizarse significa que la evaluación debe hacer visibles a los sujetos de la misma, que hasta ahora aparecen invisibles". El carácter diverso y desigual del país –y de la educación– demanda una visión flexible de la evaluación. Silvia Schmelkes advirtió que "la evaluación también corre el riesgo de pretender homogeneizar propósitos educativos y de basar sus juicios en criterios que no toman en cuenta la diversidad". Tiburcio Moreno llamó a "remplazar una cultura de la evaluación caracterizada por el control, punitiva y clasificadora por una cultura de la evaluación democrática, justa, participativa y formativa". Se trata de una recomendación –como muchas más contenidas en las más de 89 cuartillas del acta de la comparecencia de los especialistas en el Senado– que la Secretaría de Educación Pública y los legisladores harían bien en atender, aunque no se ve en ellos voluntad alguna para hacerlo. Prefieren seguir adelante con sus dogmas y poner la carreta delante de los bueyes.