viernes, 20 de agosto de 2010

Adiós a los niños Hermann Bellinghausen

La verdad, ya no tiene chiste ser joven. Antes era más divertido, soñador y hasta prestigioso. Los jóvenes en México conocen hoy la sangre demasiado pronto, y de maneras mucho más terribles que en el pasado. No podemos reprocharles que les urja ser grandes y se comporten como tales desde temprana edad. Mueren estadísticamente, sin heroismo, de manera absurda. Lejos de Se llevaron el cañón para Bachimba o los estudiantes de los años 60 del siglo pasado, son carne de cañón de los juegos de guerra de los grandes. No es que quieran crecer, no les queda de otra en una cultura cotidiana de familias a cargo exclusivamente de mujeres que trabajan, con los varones en fuga o metidos en sus cosas, entre el dinero y los excesos (de adrenalina al menos), en búsqueda y ejercicio de poder. Así, miles, quizá millones de niños y jóvenes pronto han de ser responsables, si no de madre y hermanos, por lo menos de sí mismos.
Y han de hacerlo en un mundo extraordinariamente hostil. Estudiar es un problema, sobre todo económico; la educación gratuita amarillea en las leyes y tiende a desaparecer. Aún las escuelas de paga son, con frecuencia, de bajo nivel en una sociedad progresivamente iletrada, educada por la industria del entretenimiento a las afueras del consumismo, que no otorga lugar a lo que solíamos llamar educación y cultura. El gobierno calderonista, con el cinismo que lo caracteriza en otras materias, en cuanto a educación es claro: ésta carece de verdadera importancia.
Que se encumbre la impresentable mafia de La Maestra, que se masifiquen los exámenes y se borre de los programas al pasado anterior a Cortés, la necesidad de la filosofía, de la fisiología del sexo, de la costumbre de decir la verdad. Es más fácil que el gobierno se ahorre su oficina en la Organización de las Naciones Unidas para la Educación, la Ciencia y la Cultura a que lo haga con sus lobbies petroleros o turísticos, o en los organismos financieros y comerciales de la metrópoli.
Además, sabes qué, chavo, trabajo no hay. Ni te hagas las ilusiones. Si quieres, migra, que cada día es menos la solución, pero haz la lucha. Eso sí puedes.
Más pronto que tarde los jóvenes se ven arrojados a un mundo real lleno de peligros y sin mucho sentido, pero imperioso y adictivo, ganado por la violencia. Las calles de México (especialmente en las ciudades del norte, de por sí acostumbradas al color del dinero) se han convertido en un campo de batalla, donde la dichosa línea divisoria entre lo bueno y lo malo que cacarean y dan por sentada el Presidente, su corte de abogados rijosos y los obispos vociferantes, es borrosa o de plano inexistente.
El prohibicionismo estadunidense ha servido siempre como acelerador del capitalismo bruto. Lo comprobó durante la prohibición del alcohol, que hizo florecer los Capone y los Dillinger. Lo logró con la narcotización de la vida social en Colombia, para incrementar su mercado interno de drogas y mantener precios competitivos. Lo hace hoy con México, aupado en el reforzamiento positivo del Plan Mérida, que sólo alimenta la unilateral, inútil y desestabilizadora guerra contra el crimen organizado.
Así que estas calles peligrosas las debemos a que el vecino del norte cotiza y consume las mercancías que acá generan inestables imperios de dólares y balas y pudren las bases de la convivencia social. (Y de paso florece el mercado, tampoco desdeñable, de las armas de fuego). ¿Cuánto le toma a un estudiante listo, impaciente, quizá ambicioso, entrar de ayudante de Zetas, Familias o el grupo que quieras, para cobrar la protección en los mercados, los Oxxo y los talleres mecánicos? O ayudar con la nómina, mover estos paquetitos, entregar a las señoritas de la cajuela, llevar este recado. A ver si eres tan hombrecito, cabrón.
La matanza de muchachos en un barrio de Juárez no puede reducirse a la sospecha: es que andaban en malos pasos, insidiosamente soltada por el gobierno desde el primer momento, sin pruebas, y como si eso lo eximiera de responsabilidad o justificara algo.
¿Es acaso culpa de los chavos que hacer una fiesta o ir a una pueda resultar un trampa mortal? Hoy todo lo importante, se nos dice, ocurre en bailes y Bares-Bares que tienden a convertirse en fiestas de balas. Un reventón en Mochis, Juárez o Cuernavaca es tan peligroso como una boda en Afganistán. No se sabe de quién es la party o quiénes pueden estar entre los invitados, ni qué comando motorizado decidirá darse una vueltecita.
En las calles sucede la vida. Las muchachas caminan en riesgo permanente de ser secuestradas, violadas o algo peor. Y eso no les quita las ganas, la necesidad muy juvenil y justificada de divertirse.
Ahora sí que, como reza la hipócrita y discriminatoria propaganda contra la piratería, ¿qué le estamos enseñando a nuestros hijos? Que lo que cuenta no es conquistar y defender derechos, sino adquirir fuerza y poder, no importa para qué. Que el respeto se gana infundiendo miedo. Que la vida de los otros, los culeros, los malos, no vale nada. Ni la propia, a fin de cuentas.